Tras largos días y noches de andar, el chasqui
alcanzó el último tramo del camino que conducía a la morada del Rey Inca.
Llevaba una singular ofrenda destinada al gobernante: tres gotas de sangre petrificadas,
el precioso hallazgo fue recibido con mucha emotividad.
En el Lago Titicaca, en tiempos pasados, se
había construido el templo de las acllas: las vírgenes sacerdotisas del Inti. En
ese sitio se encontraban anualmente el sol y la luna para fecundar los
sembrados y asistir a la sagrada elección de quien heredaría la responsabilidad
de perpetuar la sangre inca. Un día el invencible guerrero Tupac Canqui se
atrevió a ingresar al sagrado templo, desafiando la tradición incaica. Desde el
momento en que descubrió a la bella ñusta aclla, nació su amor por ella.
La sacerdotisa lo correspondió, consciente de ignorar las restricciones del Tawantinsuyo
para las elegidas. Juntos, escaparon hacia el sur, buscando proteger el vientre
de la aclla lleno de vida. El poder imperial bramó y destinó infortunados
grupos armados a castigar a los culpables de la transgresión.
Tupac Canquí y la ñusta aclla se instalaron cerca del salar de
Pipando, donde tuvieron muchos hijos descendientes de los aymarás, que fundaron
el pueblo diaguita. Sin embargo, jamás lograron
deshacerse del hechizo de los shamanes incas. Ella falleció y su cuerpo fue
sepultado en la alta cumbre de la montaña, él murió poco tiempo después,
ahogado en su triste soledad.
Una tarde, el chasqui andalgalá descubrió la
tumba de la ñusta aclla impresionado por ver cómo florecía, en pétalos de
sangre, la piedra que la cubría. Rápidamente salió del estupor y arrancó una de
las rosas para ofrendar al rey inca. El jefe del imperio, aceptando con emoción
la flor de la rodocrosita, perdonó a aquellos antiguos amantes furtivos. En
adelante, las princesas de Tiahuanaco lucieron con orgullo trozos de la piedra
rosa del inca, símbolo de paz, perdón y amor profundo.
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