Vientos, nubes y aguas
Leyendas de Tierra del Fuego- de Arnoldo Canclini
La gran reunión del principio
En aquellos tiempos cuando todo ya existía, pero aún todo debía existir, se reunieron los vientos. Hablamos de los vientos porque todos los días se ensañan contra nuestro cuerpo y nuestras chozas, pero en realidad allí se reunieron los Haiyen, las cunas de los vientos, aquellas regiones lejanas y abstractas de donde salieron no solo los vientos, sino que todo lo hoy se ve, pero que está en el mundo. Los cuatro que participaban de aquella asamblea se llamaban Wintek, Kenenik, Kamuk y Kreikut, o sea Este, Oeste, Norte y Sur. Nada ha sido más importante que aquel encuentro antes que existiera el tiempo, porque entre ellos decidieron todo lo que habría de ser después.
Nadie presidía. Nadie tenía más autoridad que otro ni daba instrucciones, Todo fue produciéndose como era natural que se produjera. Las voces no eran sonoras, pero tenían una claridad total, aunque luego dieran lugar a disensos, luchas y dispersiones. Las cosas fueron más o menos así:
-Wintek, tú serás el Este. Si miramos hacia allá lo que se ve es el mar, las grandes olas, que siempre rugen y que, con una marea aplastante, se meten sobre la tierra, como si hubiera una gran olla hirviendo. Su viento será el más temible y traerá tormentas, que asustarán a los hombres, cuando haya hombres y, si ellos se enojan demasiado, sonará el trueno. Ellos te mirarán con temor, tratando de descubrir la cordillera alta e invisible, de montes traicioneros y resbaladizos a los que nadie ha llegado. Bien, es cierto que hay una excepción: en medio de la bruma se distingue una roca en medio de las olas, la única tierra de tu haiyen, que después se llamará Jaius e Isla de los Estados. Pero nadie vivirá nunca en ella.
El este no dijo nada, porque en realidad entonces y allí, nadie decía nada, pero comprendió que aún faltaba lo más importante.
-También serás morada de Timaukel, como llamaremos a los cielos. Así como nadie sabe no dónde empiezan ni dónde acaban, tampoco nadie sabe cuál es su origen y su fin, su inicio y su conclusión. No hay nada como él, porque es espíritu, sólo espíritu. Por eso, no tiene ni mujer, ni hijos, ni amigos. Claro está, tampoco tiene necesidades, porque sólo los seres materiales las tienen. Vive solo, pues nadie lo hizo ni él hizo a nadie. Los hombres no lo conocen ni él conoce a los hombres porque no puede preocuparse por ellos. Sólo sabemos que está allá.
Fue entonces el turno del Oeste, el que se llamaba Kenenik. Se sentía muy ufano de sí mismo, porque era quizás el más hermoso de todos. Como era la morada de Shemu, el viento, desde su lejana cordillera soplaba más persistente que todos los demás. Los restantes eran sólo remedos, porque Viento vivía realmente en el Oeste. Pero aún más importante era que también residía allí Krren, el Sol. Todos los días iba a reposar a su morada, a veces por demasiadas horas. Krren era beneficioso, pero a la vez era terrible y el Oeste lo albergaba orgulloso de su poder.
-Kreikut, te llamaras "Sur" y allí vivirá Krah, la Luna.
Tal vez el sur no quedó feliz.¿La Luna?¿Alguien tan horrendo y cruel? Pero se calmó, cuando supo que Luna no estaría sola. Tendría en su seno a dos hermanos. Uno era Nieve, que tanto luchaba contra los hombres cuando debían viajar o cazar. Y el otro era Lechuza, hermano de Nieve, que siempre saludaba a Luna, salvo cuando iba a esconderse tras sus montañas. Pero aún más feliz se sintió cuando fue a residir allí Arcoiris, que era hermano de Lluvia y de Nieve. En realidad, él solía irse a los otros cielos y provocaban tormentas: la de viento era del Oeste, la de nieve era de Sur, la de lluvia del Norte y la del Este era un torbellino que los unía a todos.
-Tu cordillera también será resbaladiza- se dijo a Kemuk, el norte-. Los hombres no llegarán hasta allá, porque tendrán temor: son muchos los que se han terminado con el cuello roto tratando de traspasarlas. Servirás de hogar a dos grandes hermanos. Uno será Knox, el Mar, que desde allí bajará al Este. El otro será Chalu, la Lluvia. Y también vivirá allí Telil, el Flamenco, para dar un poco de alegría con su color rojizo, que lo distingue en medio de las llanuras de tierra y agua, opacas y monótonas.
Así quedó distribuido el mundo: la tierra abajo y los cielos arriba. Cuando los hombres morían, sus almas volaban hacia allá para reunirse con las fuerzas del universo, aunque nadie sabía mucho de eso ni era tema de conversación. Desde allá también venían las fuerzas espirituales que daban poder a los hechiceros, su waiuwin. Cuando entraban en trance, luchaban con su propio espíritu para que trepara por aquellas montañas místicas.
Pero ni los hombres, ni los astros, ni los vientos, ni los animales podían vivir solos. Casarse era la norma. Sin embargo, para mantener el equilibrio debían hacerlo con los de otro haiyen, del mismo modo que los hombres siempre buscaban mujer en un haruwen distinto al suyo. Por eso, aquéllos también iban a buscar su consorte en otro viento. Por ejemplo, el Sol -que era del Oeste- se casó con Luna, que era del Sur. Nieve era el marido de Lluvia, uniéndose el Sur con el Norte. Y así todo lo demás.
También las estaciones venían desde distintas direcciones: el otoño del Oeste, el invierno del Sur, la primavera y el verano del Norte. ¿Y el Este? Ah, el Este las reunía a todas, como si él fuera el tiempo mismo. (Algo similar pasaba con los colores que los indios usaban para pintarse: el rojo del atardecer era del Oeste, el Blanco de la Nieve era del Sur y el negro era el mar del norte). El Este era demasiado misterioso para que se lo pudiera pintar.
Pero todo ello no trajo la paz. Desde el principio comenzaron las disensiones, que explican por qué el universo es tan tumultuoso.
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